Estas leyes y tratados se aprobaron sin que la ciudadanía tuviera mucho que decir y por supuesto, sin que muchos entendieran los reales alcances de estas regulaciones técnicas. Todavía hoy no hay noticias de circulación masiva sobre lo que implica dotar a nuestros libros y canciones de medidas de restricción técnica.
Para echar un poco de claridad en el asunto, digamos que los sistemas técnicos de restricción de acceso tiene múltiples potencialidades, aplicaciones y mecanismos, pero todos sirven para las mismas tareas: controlar y restringir.
Las industrias culturales, conscientes de que a medida que digitalicen sus productos tendrán cada vez mayor dificultad para venderlos por unidades, investigan permanentemente la forma de restringir arbitrariamente el acceso a libros, películas o canciones. En el mundo digital, el original es indistinguible de la copia. El original no es otra cosa que una copia, y por tanto copiar y redistribuir es un acto sencillo y económico. En este contexto, la industria pretende cambiar su modelo clásico de venta de bienes culturales a un modelo de pago por lectura (pay per view), para lo cual, restringir el acceso a la cultura como primera medida es indispensable.
Los DRM tienen la misión de velar por el control que las industrias del entretenimiento ejercen sobre la cultura y lo hacen, de manera genérica, a través de tres grandes funciones:
detectan quién accede a cada obra, cuándo y bajo qué condiciones, y pueden reportar esta información al proveedor de la obra; autorizan o deniegan de manera inapelable el acceso a la obra, de acuerdo a condiciones que pueden ser cambiadas unilateralmente por el proveedor de la misma con total independencia del lo que dicte el marco jurídico;
cuando autorizan el acceso, lo hacen bajo condiciones restrictivas que son fijadas unilateralmente por el proveedor de la obra, independientemente de los derechos que la ley otorgue al autor o al público. Llevemos el ejemplo al caso concreto de los libros. Los dispositivos de lectura de libros electrónicos están de moda y son el nuevo producto estrella de la industria tecnológica. Sin embargo, nada se dice sobre las medidas técnicas que tienen dispositivos como el iPad o el Kindle, ambos, plagados de sistemas de restricción y control.
Los sistemas de restricción técnica que traen estos dispositivos ponen en riesgo varios derechos de los lectores, entre ellos, la posibilidad de leer de forma anónima, el derecho a prestar y compartir un libro con amigos y familiares, el derecho a comprar y vender libros usados, el derecho a conservar los libros y volver a leerlos años después, el derecho a donar un libro a una biblioteca pública o a una escuela, o simplemente el ejercicio del derecho a leer.
Los libros que compramos bajo estos sistemas no se pueden prestar ni regalar, interrumpiendo así uno de los procesos más importantes de la difusión cultural, la lectura compartida. Además, aquel que nos vendió la obra mantiene control sobre ella, aunque el libro ya se encuentre en nuestra propia biblioteca.
Es posible que alguien esté dispuesto a renunciar a estos derechos por el simple hecho de tener un dispositivo de moda o por la comodidad de transportar cientos de libros en un sólo equipo portátil. Sin embargo, el día que todos claudiquemos ante esa comodidad, el derecho a leer estará en serio riesgo.
Ayer 4 de mayo, llamamos a resistir el uso de sistemas de restricción y control técnico sobre la cultura, exigimos que los dispositivos que contengan estas medidas estén debidamente etiquetados para que los consumidores estemos al tanto de sus características antes de decidir una compra, rechazamos la criminalización de quienes desarrollan y diseminan sistemas para saltar las medidas técnicas y solicitamos que se penalice el uso de DRM para implementar restricciones más fuertes que el copyright (como por ejemplo, impedir el uso justo o restringir acceso a obras en dominio público).
Más información sobre esta campaña y la historia de los sistemas de Gestión Digital de Restricciones está disponible en el sitio Defective By Design de la Free Software Foundation.
Fuente: ViaLibre
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